sábado, 12 de enero de 2013

DIARIO INTERRUMPIDO

Tengo que escribir o me volveré loco.  

Cuando abrieron la bolsa y me quitaron la documentación, las acreditaciones y el dinero, pensaba que me devolverían el resto de mis cosas, pero se las quedaron también. 
Ahora en esta celda minúscula y pestilente, lo único que echo de menos es mi diario. Es curioso, lo debo de llevar en la sangre como decía mi abuela.

Necesito escribir. 

Estoy perdiendo la cordura de tanto pensar, mi cabeza da vueltas y va de un pensamiento a otro con gran ansiedad, si no consigo controlarlo me dará un ataque de pánico y no quiero ni pensar en lo que podría ocurrirme. La otra noche oí gritar a alguien. Era otro prisionero que insultaba a sus carceleros. Le dieron una paliza para de dejara de hacer ruido, fue tan horrible que tuve que taparme los oídos para no escuchar los golpes, los gritos y los lamentos; ya no lo he oído más, no sé si seguirá vivo. No sé cuánto tiempo seguiré yo vivo.
He decidido intentar memorizar algunas frases cada día, para luego, si consigo salir de aquí con vida, ponerlas por escrito. Soy optimista por naturaleza. Sé que estoy en una situación complicada, pero necesito pensar en que todo va a ir bien, necesito creer que voy a salir ganando con esta historia, que algo bueno obtendré de esta experiencia. Pienso en cómo serán las entrevistas cuando me liberen, el entrevistador que se convierte en entrevistado. “El intrépido periodista secuestrado durante la guerra nos cuenta su suplicio, no se pierdan los detalles de este increíble testimonio humano". Tengo que pensar en algo positivo para no caer en la desesperación. Me imagino que vienen a rescatarme. Me imagino que me espera un futuro brillante. Me transporto con la imaginación a otros lugares, a otras situaciones del pasado y del futuro, sí, sobre todo del futuro. Me divierte imaginarme esas cosas; el otro día me sorprendí al oír mi propia risa. Me estoy volviendo loco. Si hubiera sido otro el que se hubiera reído en semejante situación, no habría dudado en decirle "demente", pero era yo el que me reía, yo, totalmente solo en mi celda diminuta y asfixiante.

Los días se me hacen eternos. No sé cuándo anochece, ni cuándo amanece un nuevo día; he perdido la noción del tiempo. No veo nunca a otras personas, tan solo viene mi carcelero a traerme agua y comida alguna que otra vez; lleva la cara tapada y solo se le ven los ojos negros llenos de odio. Al principio no comía nada, tenía un nudo en el estómago y no me pasaba bocado, después tenía hambre, pero la comida me asqueaba y prefería pasar hambre. Ahora ya no me importa el aspecto repugnante de lo que me traigan, tengo que comer porque no quiero morir, ¡no quiero morir! Tengo ganas de gritar y de pedir por mi vida y mi libertad, pero no me atrevo, no sé qué me podría pasar… no he vuelto a escuchar al otro prisionero.
Los recuerdos van y vienen. Tengo tanto tiempo para pensar… estoy cansado de pensar.
“¡Me lo prometiste! ¡Me prometiste que no serías corresponsal de guerra!”, gritaba mi madre una y otra vez. “No soy corresponsal de guerra, soy periodista y voy a cubrir una noticia que ha ocurrido en un país que está en guerra”, le repetía yo con calma, “no te preocupes, voy con un equipo de profesionales. Está todo controlado”. Lo creía sinceramente cuando lo decía. 
Los secuestros. Todas esas imágenes de occidentales suplicando por sus vidas en celdas inmundas, “eso es algo que solo les ocurre a los demás, a mí no. No soy más listo ni mejor que nadie, pero soy intrépido, arriesgo y siempre salgo ganando. Siempre”.
También es verdad que "siempre" hay una primera vez para todo. 
Recuerdo esa última discusión con mi madre, la recuerdo una y otra vez e intento cambiarla, intento cambiar las palabras, los gestos y el adiós. Desearía que nuestra despedida hubiera sido diferente.
Cuando era pequeño, mi salud era un tanto frágil y me pasaba los inviernos de resfriado en resfriado, pero mi madre siempre estaba a mi lado, me tapaba con varias mantas, me controlaba la fiebre, me hacía beber mucho zumo de naranja, me abrazaba y me besaba, ¡cuánto me gustaría recibir ahora su abrazo! ¡Cuánto me gustaría decirle ahora que la quiero! ¡Cuánto me gustaría pedirle perdón por todos los disgustos que le he dado! Me gustaría enviarle un mensaje telepático. Me gustaría que pudiera leer mi mente, mi grito silencioso de angustia en busca de cobijo, del cobijo de su cariño. Las lágrimas han empezado a resbalarme sin control por las mejillas. No recuerdo cuándo fue la última vez que lloré, de hecho, no recuerdo haber llorado nunca. Nunca como ahora con el corazón roto por la desesperación y la soledad. Ha sido como un torrente que no tenía fin. He llorado tanto que me duelen los ojos.
Me duele todo el cuerpo.

Me fue bien llorar el otro día. Aunque ahora que lo pienso bien, no sé si fue el otro día, no sé si ya ha pasado un día. Ahora estoy más tranquilo. Le he dado mil vueltas a la última conversación que tuve con mi madre. Me la he imaginado tantas veces que lo irreal ha sustituido a lo que en realidad pasó. Soy consciente de que me he inventado un desenlace hermoso, soy consciente de que mi madre no puede oírme por mucho que yo la llame en mi pensamiento. Aun así, me tranquiliza pensar que las cosas fueron diferentes, me tranquiliza pensar que le di un beso en la mejilla al despedirme, me tranquiliza pensar que ella me escucha y me comprende.
No sé si saldré cuerdo de aquí, pero lo único que puedo hacer es pensar. Necesito dormir sin soñar.
Pienso mucho en mi madre y en mi abuela, que son las personas que han marcado mi vida. Pienso en mi infancia, mis años de universitario, mis amores, mis primeros trabajos, mis compañeros, mi ambición, mi profesionalidad... y de todos esos recuerdos ya no sé cuáles son reales y cuáles no. Estoy cansado.

Necesito escribir.

Echo de menos las pequeñas cosas de la vida. Pequeñas cosas en las que nunca hasta ahora había pensado, como sentir el aire frío en el rostro en pleno invierno madrileño, el sonido de la lluvia sobre el parabrisas del coche, el aroma de la pimienta recién molida que mi novia italiana utilizaba para cocinar, las manos arrugadas de mi abuela, el tacto sedoso de la larga cabellera de Susana, las pecas de Paula, leer el periódico por las mañanas, el café amargo que sirven en el bar de la esquina de mi casa, el sonido del despertador que me hacía abrir los ojos a las siete de la mañana, el olor de los libros viejos de la biblioteca del barrio, el sabor de las castañas asadas y el jugo de las naranjas… Todos los recuerdos, las texturas, los aromas y las imágenes vuelven a mí de una forma tan real que me hieren. Me duele darme cuenta de la realidad, me duele darme cuenta de que en su momento no supe apreciar lo que tenía. No debería haber dejado a Susana, tal vez ahora estaríamos casados, tal vez mi orgullo se habría debilitado y tal vez no estaría en esta penosa situación. No. Lo cierto es que sí estaría donde estoy ahora porque nunca habría dejado pasar una oportunidad como la que se me presentó. Sin embargo, he cambiado. Ahora haría las cosas de otra forma. Quiero hacer las cosas de otra forma. Quiero enmendar los errores cometidos. Me voy a volver loco de tanto pensar. Estoy cansado.

Necesito escribir. 

Necesito recordar todos los sentimientos que me están torturando, porque quiero dejar de ser el que era: “orgulloso presuntuoso”, me habían llamado y yo me había reído. Me había reído de todos, pero las cosas cambian.
Me ha crecido la barba y me repugna el olor que desprende mi cuerpo sucio. A veces pierdo el sentido. Lucho por mantener el optimismo que tenía al principio. Quiero seguir pensando en que tarde o temprano me rescatarán y mi pesadilla habrá terminado.

Hoy me han hecho suplicar por mi vida. Han traído una cámara de vídeo, me han obligado a ponerme de rodillas y me han dicho que haga una petición al Gobierno de mi país: mi vida a cambio de algo imposible. ¡Imposible! Si hubiera sido por dinero, si hubieran pedido un rescate a mi familia, sería diferente, mi familia tiene dinero, mucho dinero, pero lo que piden es una locura… Ahora sé que estoy condenado a muerte.
No sé cuánto tiempo más puede pasar, pero no quiero morir. Quiero gritar: ¡quiero vivir, quiero vivir, quiero vivir…!
Ya no puedo seguir imaginando que me van a rescatar, la realidad me ha caído encima, aplastándome como una losa pesada. Me ahogo aquí dentro, me ahogo de angustia y de ansiedad, quiero vivir, quiero vivir, ¡quiero vivir!
No he vuelto a ver al tipo que hizo de intérprete y que ignoró mis súplicas. No sé si me entienden, pero yo sigo suplicando. Necesito poner por escrito mis recuerdos, necesito cambiar muchas cosas de mi vida. Tengo que hacer tantas cosas todavía... ¡No puedo morir aquí!

Necesito escribir.

Me han sacado por fin al exterior después de… no sé cuánto tiempo. 
Tengo los ojos tapados y no sé adónde me llevan. He tropezado y me he caído al suelo arenoso, pero enseguida me han levantado. Mi cuerpo está frágil. Tengo pocas fuerzas y jadeo al respirar. Hace mucho calor y el aire que me entra en los pulmones arde en mi pecho.
Estoy tosiendo sin parar y las gotas de sudor me resbalan por la espalda. Creo que mi tos les está poniendo nerviosos, pero no puedo dejar de toser.
Ahora son ellos los que me han empujado contra el suelo. Gritan, pero no los entiendo.
Oigo el sonido de un arma. 
El primer impacto me rompe las entrañas, el dolor es tan intenso que creo que voy a vomitar. El segundo impacto se estrella contra mi cabeza. 
Mil colores, mil imágenes me atraviesan y después la más absoluta oscuridad. 
La más absoluta tranquilidad. 

A miles de kilómetros de distancia, una madre sostiene la foto de su hijo en las manos mientras las lágrimas le resbalan silenciosamente por las mejillas.





                                         FIN

jueves, 3 de enero de 2013

BAILE EN LAS ESTRELLAS


“Más allá de la órbita de Plutón se encuentra la nube de Oort, la cual libera bolas de nieve que entran en el interior del sistema solar en forma de cometas y que producen, tras su recorrido, luces extrañas en el firmamento”.
Alzó la vista del libro que estaba leyendo y miró por la ventana del dormitorio. La calle estrecha bordeada de jóvenes castaños se divisaba con total claridad de un extremo al otro. Fue entonces cuando la vio. Caminaba en medio del asfalto porque la tranquilidad de la zona delataba a los vehículos que circulaban por ahí mucho antes de su proximidad. La observó con admiración. Llevaba botas altas de tacón y una falda plisada corta como las que utilizan las niñas de los colegios privados que exigen uniforme; pero su vecina no era una niña. Se detuvo frente a la puerta de la casa de enfrente, puso una pierna en el bordillo de la acera, apoyó el bolso sobre el muslo y buscó las llaves. El cabello largo y castaño le cayó sobre el rostro, impidiéndole ver el contenido del bolso, se lo echó hacia atrás con impaciencia y volvió a rebuscar entre sus pertenencias hasta que finalmente encontró la llave y abrió la verja; el jardín estaba muy descuidado y ella lo miró unos instantes, preguntándose cuándo tendría tiempo de arreglarlo. Después entró en la vivienda.
Toni observó la casa unos instantes antes de sumergirse en la lectura una vez más, pero al caer la noche, la imagen de su vecina volvió a su mente y se durmió pensando en ella y en esos impresionantes ojos azules. Se despertó de repente, los perros del vecindario estaban inquietos y habían comenzado a ladrar al unísono. Se asomó a la ventana y miró la casa de enfrente, todo estaba a oscuras y en silencio. Las farolas de la calle estaban apagadas, lo cual era extraño ya que siempre permanecían encendidas hasta el amanecer. Observó el cielo. Se veían muy pocas estrellas. La contaminación proveniente de los polígonos industriales de los alrededores y la humedad del clima hacían que el cielo estuviera casi siempre opaco, así es que se sorprendió al ver una estrella fugaz; siguió mirando el firmamento y vio varias más, en cuestión de segundos contó un par de docenas, pero de pronto dejaron de caer. “Qué raro -se dijo así mismo-, no he oído decir nada en las noticias sobre una lluvia de estrellas y menos aún en esta época del año”. Encendió el ordenador y buscó información en Internet sobre el fenómeno que acababa de presenciar, pero no encontró nada. Se asomó de nuevo a la ventana y observó el cielo, pero ya no vio ninguna estrella fugaz más, solamente los tres o cuatro puntos brillantes que solían aparecer cuando la noche estaba despejada. “Tal vez lo he soñado”, pensó. Luego se metió en la cama y se quedó dormido casi al instante.
Cuando despertó al día siguiente volvió a buscar información sobre la lluvia de estrellas de la noche anterior. No encontró nada, aunque sí le llamó la atención una noticia publicada en una página Web, que no le pareció demasiado seria, en la que se comentaba que últimamente varías personas decían haber visto luces extrañas en el firmamento.
Desayunó sumido en sus pensamientos sin prestar demasiada atención al parloteo de su madre y después se fue a la estación para coger el tren que lo llevaría la universidad. Una vez que hubo retomado la rutina cotidiana, se olvidó de esa extraña noche.
Ya solo le quedaban pocas asignaturas para licenciarse en telecomunicaciones. No tenía prisa. Antes de decidirse a estudiar una carrera universitaria había viajado bastante y había realizado un sinfín de trabajos durante un tiempo, hasta que se dio cuenta de lo que realmente quería hacer con su vida. Vivía en casa de sus padres y, a pesar de tener ya veintiocho años, no tenía planes de independizarse. De carácter alegre y extrovertido, hacía amigos con mucha facilidad y, a veces, cuando no tenía exámenes también iba a esquiar, o hacer barranquismo, dos de sus pasatiempos favoritos. Su vida parecía bastante normal, sin embargo, algo extraño le estaba ocurriendo últimamente. La noche de las estrellas fugaces no fue la única.
A pesar de no haber encontrado ninguna información sobre el extraño suceso, él seguía observando una cantidad de estrella fugaces que no era normal, pero lo más extraño, o sobrenatural, de todo era que solamente observaba las estrellas fugaces cuando veía a su vecina.


Se llamaba Ángela y era arqueóloga. Siempre había sido muy independiente y solía decir de sí misma que era como los gatos: cuando quería que la acariciaran, se acercaba a los demás y cuando no, se mostraba arisca. En cuanto cumplió los dieciocho años se fue a vivir a Londres donde pasó varios años, luego también vivió en otros países del norte de Europa, estudió y trabajó hasta que un buen día decidió regresar a Barcelona para establecerse. La mayoría de sus amigas de la infancia se habían casado y tenían niños pequeños, pero ella nunca había sido demasiado enamoradiza y tampoco aguantaba a los niños, aun así acababa de cumplir treinta y cuatro años y necesitaba echar raíces en algún sitio, necesitaba tener algo propio. Por eso compró la casa y se trasladó a ese pequeño pueblo del Vallés Oriental, aunque había otro motivo mucho más importante para ella. Más que un motivo, era un sueño, una fantasía que tal vez jamás se haría realidad, pero tenía que intentarlo, llevaba años investigando y sabía que estaba cerca, muy cerca.


Al poco tiempo, empezaron a saludarse cuando se encontraban por la calle. Después, los saludos se convirtieron en conversaciones y un día Toni  fue a pedirle azúcar, (en vez de ir a comprarla a la tienda de la esquina) con la excusa de que a su madre se le había acabado. Sentía mucha curiosidad por su vecina y había empezado a fantasear sobre qué hacía durante días enteros encerrada en esa vieja casa. Ella lo invitó a pasar y parte de esa curiosidad quedó satisfecha pues le contó que daba clases para la universidad a distancia de Londres y que además estaba trabajando en un proyecto personal, de ahí que pasara días enteros sin salir. Mientras se dirigían a la cocina, Toni vio que una de las habitaciones había sido transformada en gimnasio y luego miró descaradamente las largas piernas bien torneadas por el ejercicio bajo la minifalda de Ángela. Ella se sintió observada, pero no le importó porque la atracción era mutua. Después vino la invitación a cenar tras la cual empezaron a salir juntos. Al principio fue una relación puramente pasional, pero poco a poco ella lo dejó entrar en su mundo particular, en ese extraño mundo de fantasía en el que había estado trabajando, recopilando información, datos e historias acerca de un templo romano que, según sus cálculos, se hallaba en la zona. Esa era la principal razón por la que había buscado casa en la localidad. Sabía que, si estaba en lo cierto, sería un gran descubrimiento; y si se había equivocado, tampoco le importaba demasiado, seguiría investigando. Seguiría indagando, excavando e inspeccionando lo que hiciera falta hasta hallar su particular templo romano: el sueño de su vida.


Pasó el otoño y también el invierno. Ángela se había enamorado, pero la relación entre ellos estaba oculta a los demás. No conocía a los amigos de Toni, nunca salían en grupo, siempre estaban solos. A veces él salía con sus amigos, pero a ella nunca la invitaba para que los acompañara. Sabía quiénes eran los padres de él porque alguna que otra vez se los había encontrado por la calle, pero nunca había hablado con ellos. Conocía el motivo: él no quería una relación seria, se lo había dicho en más de una ocasión, no quería ataduras, no quería sufrir ni hacer sufrir. Pero ella pensaba, o le gustaba pensar, que en realidad él no quería enamorarse porque no quería sentirse perdido sin ella, no quería necesitarla. Para ella, sin embargo, ya era demasiado tarde porque se sentía ligada a él de por vida. Lo amaba profundamente y le dolía que él no quisiera que ella formara parte de su vida. Su corazón sangraba cada vez que se veían.
−¿Sabes? –le dijo Toni en una ocasión−,  la primera vez que te vi, hubo una lluvia de estrellas por la noche y, por extraño que parezca, cada vez que me encontraba contigo era como si las estrellas se cayeran del cielo. 
−Hay una leyenda muy antigua que dice que las hadas organizan un baile en las estrellas cuando alguien se enamora –dijo ella sonriendo con tristeza. Siempre estaba triste, aunque estuvieran juntos.
Él sonrió también.
−Me estás tomando el pelo, no hay ninguna leyenda de ese tipo.
−Es verdad, no la hay, pero estaría bien que la hubiera. Si así fuera, te echaría polvos de hada para que no dejes de pensar en mí, para que nunca me olvides, para que haya un continuo baile en las estrellas.
Él rió divertido, luego la acercó hacia sí y la besó.
Esa noche volvió a presenciar una lluvia de estrellas y, al igual que en ocasiones anteriores, no encontró ninguna información al respecto.


Ángela estaba segura de haber dado con su templo romano, según sus investigaciones, debía de estar debajo de una vieja casa abandonada, rodeada por un extenso huerto de melocotoneros que crecían sin ningún cuidado en medio de la maleza y los hierbajos. “El jardín está mucho peor que el mío”, pensó mientras observaba el lugar. Se informó acerca de quién era el dueño, pero el propietario estaba en paradero desconocido, no tenía descendencia de la que se supiera, ni había dejado a nadie al cuidado de sus posesiones. Sin embargo, eso no iba a ser un impedimento en su búsqueda.
Convenció a Toni para que la acompañara. Acababa de terminar los exámenes y prácticamente no se habían visto en las últimas semanas porque él se había encerrado en la biblioteca de la universidad para poder concentrarse y estudiar, y para evitar pensar en Ángela, aunque eso a ella no se lo había dicho ni pensaba decírselo. El reencuentro había sido intenso y a ella no le costó convencerlo para que la acompañara durante su expedición nocturna.
−Será divertido −dijo Toni aunque dudaba mucho de que pudieran encontrar nada.
La primavera había entrado con fuerza y el aroma de flores silvestres era intenso en el  jardín abandonado. La vieja verja cedió fácilmente. La hierba estaba muy crecida, lo cual dificultaba el paso y añadía emoción a la aventura. Se dedicaron a inspeccionar el huerto antes de entrar en las ruinas de la vivienda a través de una ventana rota. Llevaban linternas.
−Lo que vamos buscando es algún tipo de acceso oculto −dijo Ángela−. Si esta primera expedición no sirve de nada, entonces tendremos que regresar y excavar en el huerto hasta encontrar el acceso al templo.
No fue necesario regresar. Toni encontró la entrada de un sótano cuyas paredes parecían muy antiguas y a Ángela se le iluminó la mirada. Tantearon las paredes húmedas y pegajosas del sótano en busca de piedras sueltas y hallaron lo que parecía ser una entrada tapiada. Con ayuda de una pequeña herramienta desprendieron una tras otra las piedras que tapaban el acceso a otra habitación más pequeña y que daba a un pozo subterráneo por el que se adentraron. Estaba segura de que ese camino los llevaría hasta su templo soñado que, según ella, se encontraba debajo del huerto de los melocotoneros.
Ángela estaba viviendo un sueño, pero Toni se sentía mareado y un sudor frío empezó a correrle por el cuerpo, miró hacia arriba en busca de aire fresco, aire que no le llegaba de ningún sitio y que comenzaba a necesitar con desesperación. Al mirar hacia arriba vio las estrellas una vez más, pero eso era algo imposible. Se detuvo en seco, ¿qué le estaba pasando? Veía estrellas fugaces dentro de un túnel, bajo tierra, ¿acaso se estaba volviendo loco? Entonces la vio. Era la estrella más grande que jamás había visto, tan grande que no cabía en su campo de visión, era muy hermosa, pero se hizo demasiado doloroso seguir mirándola y no lo pudo soportar más, pensó que la cabeza le iba a estallar. Cayó fulminado por el intenso resplandor y perdió el conocimiento durante unos minutos.
Cuando abrió los ojos, Ángela estaba encima de él con el rostro contraído por la angustia y con lágrimas que humedecían sus ojos azules.
−Me has dado un susto de muerte –le dijo con apenas un hilo de voz−, ¿puedes moverte?
Él asintió. Se sentía turbado. Aún tenía la imagen de la estrella grabada en el iris. Ella se abrazó a él y salieron al exterior, después lo acompañó a casa y lo llevó hasta el dormitorio con la ayuda de la madre, mientras que el padre, preocupado, llamaba al médico; era la primera vez que Ángela hablaba con los padres de Toni.
Murió a los pocos días.
El tumor cerebral se había hecho tan grande que ya no tenía solución.


Estaba vestida de negro, las lágrimas le resbalaban silenciosas por las mejillas, tenía una rosa roja en las manos; había apretado tanto el tallo que se había clavado las espinas y las manos le sangraban. Los amigos de Toni la miraban y se preguntaban quién podía ser, casi todos se conocían entre ellos, pero nadie la conocía a ella. Uno de los amigos de Toni era médico y recordaba haberla visto en el hospital así es que se dirigió a ella y le preguntó:
−¿Eras su novia?
Ella se encogió de hombros con tristeza y contestó:
−Me dijo que cuando me conoció, vio una lluvia de estrellas. Creo que es lo más bonito que me han dicho nunca... Un baile en las estrellas –añadió con un nudo en la garganta−. ¿Era la enfermedad la que… le hacía ver esas cosas?
El médico asintió y después de una pausa añadió:
−Me  habló de ti, ¿sabes? Me dijo que lo que sentía por ti, no lo había sentido nunca por nadie… y eso no lo causó la enfermedad. Luego, al ver que ella no contestaba, se alejó y se unió al resto de sus amigos.
Hacía rato que el entierro había concluido, pero aún quedaban algunas personas esparcidas por el cementerio. El cielo estaba grisáceo y amenazaba con tormenta, una tormenta de primavera. Ya empezaban a caer las primeras gotas. Ángela se acercó a la tumba y depositó la rosa roja ensangrentada con su propia sangre, luego se quitó un brazalete de oro de la muñeca y lo dejó junto a la rosa. El mismo joven con el que había hablado y que seguía observándola con curiosidad volvió a dirigirse a ella:
−Ese brazalete parece antiguo y muy valioso.
−Sí, es romano.
−No lo dejes ahí, hay mucha gente sin escrúpulos… puede que alguien se lo lleve.
−No importa –dijo ella misteriosamente−, me hubiera gustado dárselo en vida, ahora ya es demasiado tarde, pero es suyo.
 −Tienes heridas en las manos –le dijo cogiéndole las muñecas y observándole las palmas−, ven conmigo, te las curaré.
−No es necesario −contestó ella con tristeza, las heridas de las manos le calmaban las heridas del corazón.
−Además −añadió−, he venido caminando y quiero regresar dando un paseo.
Pero él se empeñó en acompañarla y no aceptó un no por respuesta. Había empezado a llover con fuerza.
Al pasar frente a la vieja casa rodeada del huerto de melocotoneros, el joven médico detuvo el coche un momento y señaló la casa:
−¿Ves ese lugar tan descuidado? Era de mi abuelo, acabo de enterarme, no tenía ni idea, pero ahora tengo planes de dejar la ciudad y arreglar esa vieja casa para instalarme en este pueblo.
 A Ángela le dio un vuelco el corazón e impulsivamente dijo:
−Te la compro.
El médico sonrió y siguió conduciendo, pensaba que Ángela estaba bromeando, pero no lo estaba.
La llevó a su casa y le curó las heridas de las manos. Después Ángela lo acompañó hasta la verja.
Al despedirse de ella, sintió deseos de besarla, pero se contuvo.
−Entiendo que Toni viera una lluvia de estrellas cuando estaba contigo −le dijo.
−Un baile en las estrellas –le corrigió ella y luego añadió−: es una leyenda antigua… En cuanto a la compra de tu casa, lo decía en serio.
 −No está en venta, lo siento –contestó él y tras una pausa preguntó con curiosidad−. ¿Por qué quieres comprarla? Ya tienes una casa.
 −Es una larga historia −confesó ella.
−Que tal vez me cuentes algún día −dijo él acabando la frase de ella.
−La casa es tuya, así es que no tendré más remedio que hablar de nuevo contigo −dijo pensativa y después añadió−: 

¿Te interesan los templos romanos?
 −Y los bailes en las estrellas también −contestó mientras se dirigía a su coche.
Ya había dejado de llover. 
© Trinity P. Silver