miércoles, 10 de julio de 2013

UN CONFLICTO EN EL OLVIDO

Todavía tengo pesadillas, sueños horribles que rememoran aquella noche sangrienta.

—¡Ese no es mi trabajo! —me quejé al jefe de mi agencia—: Mi trabajo es hacer de intérprete y no de relaciones públicas.

Me dirigía a la casa que más tarde poblaría mis pesadillas cuando recordé la conversación telefónica que había tenido lugar un poco antes. “No tendría que haberme dejado convencer", pensé malhumorada mientras nos adentrábamos en la selva, lejos de la ciudad.

El camino era pedregoso y los baches zarandeaban el vehículo de un lado a otro. Pasamos por un pequeño pueblo y al poco se empezaron a divisar las luces de la mansión.

Mi anfitrión me esperaba con una sonrisa de oreja a oreja. Cuando lo llamé por teléfono para cancelar la visita porque el señor Brown estaba indispuesto, insistió en que yo fuera de todas formas. 

Su abuelo paterno era español, idioma que hablaba perfectamente. Por eso estaba yo ahí, para hacer de intérprete entre la empresa estadounidense, que había contratado los servicios de mi agencia, y la empresa oriental perdida en una zona conflictiva del suroeste asiático.

Tendría que haber rechazado la invitación, la cena era simplemente una excusa para hablar conmigo y practicar su español. En realidad, las negociaciones ya habían terminado y, si el señor Brown se sentía mejor, al día siguiente regresaríamos a Nueva York.

Mi anfitrión me presentó a su esposa, una mujer muy guapa y elegante, y a su hija de siete años, Luna, que había heredado los hermosos rasgos de su madre. La niña entendía el español, pero no lo hablaba, o tal vez no se atrevía a hablarlo conmigo. La pequeña me observaba con los ojos abiertos como platos, los abría tanto que arrugaba la frentecita, una frentecita que parecía contener toda la sabiduría del mundo. Tenía una gran curiosidad por mí, eso era evidente. A mí nunca me habían gustado mucho los niños, pero nada más ver a esa pequeña muñeca de porcelana, sentí simpatía por ella.

—Dice mi hija que tienes el pelo precioso y que le recuerdas a una princesa de cuento.

Sonreí, no quise desilusionarla y decirle que el color rubio de mi larga cabellera era teñido.

No quería ir, pero empecé a sentirme a gusto con aquella familia. Dejé de pensar que estaba trabajando y empecé a ser yo misma y a disfrutar de la velada. 
Había muchas personas que trabajaban en la casa y que hicieron que la noche transcurriese de forma armoniosa. Estaba todo perfectamente estudiado: las flores, la música, los manjares...
No sé de qué estábamos hablando en ese momento. Sucedió todo tan rápido… Es tan horrible recordarlo.

Entraron en tropel con machetes sangrientos en las manos, se abalanzaron sobre los camareros y después sobre mis anfitriones. La mujer chilló despavorida mientras la acuchillaban, un aullido de dolor y de horror que todavía me rompe los tímpanos y me pone la piel de gallina; y el hombre, lo único que tuvo tiempo de decir fue que me llevara a la niña, que a mí no me harían daño,… 

La niña, que lo miraba todo con los ojos desorbitados, sin entender… Me quedé paralizada por el pánico durante unos segundos que me parecieron horas. No podía ser verdad, no podía estar sucediendo aquello. En cuestión de segundos aquella velada mágica se había convertido en una pesadilla, en un baño de sangre.

Estaba aterrorizada, pero cuando vi que iban hacia Luna, la agarré con decisión y me aparté con ella hacia el ventanal. Luego fui retrocediendo despacio hacia las cortinas de gasa fina perfumada. Ese aroma, que yo tanto había alabado a mi llegada, ahora me repugnaba. Me iban rodeando con los rostros sedientos de sangre. Oía los gritos de otras personas que estaban siendo masacradas y el latido violento de mi propio corazón. Creo que empecé a gritarles y a decirles: “¡No! ¡No! ¡No!”. Hicieron el intento de quitarme a la niña, que se aferraba a mí como a su propia vida, pero yo ya estaba con los pies fuera del gran ventanal. Empecé a correr arrastrando a la pequeña de la mano. No vi el vehículo con el que había llegado hasta allí; no vi al chófer que lo conducía; no vi nada en la noche negra de la selva que nos tragó a las dos; solo oía los gritos, los llantos, y sentía el olor a quemado y a sangre.

Corrimos sin parar, a ciegas. Solo sé que la niña estaba conmigo porque la sujetaba de la mano, y esa manita me agarraba con todas sus fuerzas. No veía su rostro, pero oía su respiración que se acompasaba con la mía. Tropezamos varias veces, pero nunca nos soltamos de las manos.
Nos movíamos sin rumbo, sin saber adónde nos dirigíamos, arañándonos los brazos y las piernas con la maleza. Al cabo de un rato, aminoramos la carrera y empezamos a caminar a paso ligero porque la pequeña no podía más, yo sabía que estaba exhausta, pero ella no se quejó en ningún momento. Caminamos hasta que finalmente empezó a amanecer. Nos detuvimos con la luz del nuevo día y nos sentamos al amparo de un árbol.
Abracé a la pequeña y lloramos en silencio hasta que del agotamiento nos quedamos dormidas.

Me desperté sobresaltada, el sol estaba alto sobre las copas de los árboles, miré a mi alrededor y pude comprobar que nos habíamos adentrado mucho en la selva. No tenía ni idea de dónde estábamos, pero mi sobresalto fue mayor al ver que la niña no estaba conmigo. El corazón me dio un vuelco y me levanté de golpe. Oí algo a mi espada y me giré al instante: era ella. Con la carita de porcelana manchada por el llanto y con las palmas de las manos llenas de bayas. Sentí tanto alivio al verla.

Enseguida continuamos la marcha, la niña parecía conocer el camino, me dio la mano y me guió hasta que llegamos al río. El río, ¡qué lista era la pequeña!, si se trataba del mismo río que pasaba por la ciudad, tarde o temprano la encontraríamos.

No sabía qué había ocurrido, tal vez una revolución, un golpe de estado, una venganza personal contra la familia de mis anfitriones, una lucha étnica,... podía ser cualquier cosa y me preocupaba que tampoco estuviéramos a salvo en la ciudad. Iba caminando, pensando, cuando apareció la serpiente. La vi demasiado tarde, al notar la mordedura en el muslo. Grité de dolor, de miedo, de asco. Luego, el reptil desapareció entre la maleza. Me senté con la ayuda de la pequeña y me subí el vestido hasta el muslo para ver la mordedura que me quemaba la piel. La niña, esa pequeña hada, actuó con rapidez y me salvó la vida. Buscó un palito que fuera puntiagudo para abrir la herida mientras yo la miraba como si me hubieran hipnotizado porque el pánico se había vuelto a apoderar de mí, paralizándome por completo. Me miró a los ojos, asentí y luego grité de dolor al sentir la carne abierta; rápidamente succionó el veneno y lo escupió, varias veces; me hizo un torniquete con las mangas de su propia camisa y fue en busca de hojas para cubrirme la herida.
Parecía un duendecillo sabio, parecía alguien que ya había curado mordeduras de serpiente con anterioridad, o por lo menos debía de haber visto cómo se hacía. La observé ir de un sitio a otro hasta que mi mirada se fue nublando, mis ojos se fueron desenfocando y perdí el sentido.

En las brumas mentales que me acompañaron veía a la pequeña ir y venir, ya no era una niña, sino una anciana octogenaria que me traía agua y me acercaba bayas a la boca. En mi semiinconsciencia, notaba cómo el jugo dulce me chorreaba por el cuello y entraba por mi garganta. Revivía esa noche horrible y gritaba sin parar porque además de los rostros sedientos de sangre, todo estaba lleno de serpientes venenosas. Pasé frío, mucho frío. El pequeño duendecillo me cubría con cientos de hojas y la anciana sabia me abrazaba para darme calor. Lo recuerdo entre los escalofríos, entre las tinieblas de mi mente delirante.

Cuando logré despertarme, me sentí muy débil, pero ya no tenía fiebre, ni frío. Mi herida estaba cicatrizando bien. Me incorporé y comí los frutos silvestres que Luna había dejado sobre una hoja a mi lado. Al poco, apareció ella y, tras la sorpresa inicial al verme recuperada, corrió hacia mí y me abrazó, “mi pequeña y dulce Luna”.

Más tarde, retomamos el camino río abajo. El olor de la selva era intenso, aun así, a veces, todavía me asaltaba el olor a quemado y a sangre derramada.
No tardamos mucho en llegar a la ciudad. Al poco empezamos a divisar las viviendas esparcidas que se hallaban en las afueras, pero por prudencia no nos dejamos ver. No quería arriesgar nuestras vidas hasta saber con certeza qué había ocurrido. Al atravesar el jardín de una de las casas que tenía ropa tendida cogimos algunas prendas para cubrirnos con ellas y así pasar lo más desapercibidas que fuera posible.
De pronto, en una de las calles, vi a un occidental, debía de ser un periodista o fotógrafo porque tenía un equipo profesional de los que solo tienen ellos. Corrí hacia él con la niña de la mano y llamé su atención. Se sorprendió mucho al verme.

—Todos los occidentales han solicitado refugio en el consulado estadounidense. ¿Qué haces que no estás allí todavía? —me dijo con preocupación.

Le conté brevemente lo que me había ocurrido.

—Te llevaré hasta el consulado, sube —pero luego, mirando a la niña, añadió—: A ella no la dejarán entrar.

La abracé con instinto de protección y ella se aferró a mí con miedo.

—Ella va conmigo —dije con fiereza.

El periodista nos miró con empatía.

—Si les dices que es tu hija, te dejarán pasar, pero no tardarán en averiguar la verdad.

—Eso es cosa mía —le dije con brusquedad.

En las calles desiertas de la ciudad se podía percibir el miedo y la inestabilidad.
Una multitud de personas se agolpaban en las puertas del consulado, pedían asilo a gritos. Eran lugareños que tal vez tenían algún antepasado occidental, todos alzaban sus papeles y pasaportes al aire para acreditar sus parentescos entre gritos de súplica. Los soldados no dejaban entrar a esa muchedumbre de personas asustadas que, tal vez al igual que Luna, habían visto morir a sus seres queridos. El periodista detuvo el vehículo justo enfrente.

—Suerte, la vas a necesitar.

—Gracias —le dije sin apenas mirarlo.

Con la niña de la mano me abrí paso a codazos y a golpes entre el mar de personas que abarrotaban la entrada. Fue difícil, no sé cuánto tardamos, pero me pareció que nunca  iba a conseguir acercarme lo suficiente. Grité al soldado que custodiaba la fortaleza para que me oyera por encima de los demás gritos. Grité hasta que me vio. Yo no tenía ninguna documentación conmigo porque mi bolso se había quedado en la casa de la selva, pero mi cara en ese momento me sirvió de pasaporte, las preguntas vendrían después. Me ayudó a pasar sin dejar que nadie más pudiera entrar.

—La niña no.

—Es mi hija —supliqué yo—. ¡Por favor! ¡Por favor!

No sé si me creyó, pero sí vio la desesperación reflejada en mis ojos.

Por fin dentro, por fin a salvo.

Pude ponerme en contacto con mi familia en España y mi jefe en Estados Unidos. Fue reconfortante poder escucharlos. Todos estaban dispuestos a ayudarme, pero no entendían que quisiera llevarme a la niña, y yo no entendía por qué ellos no me entendían cuando para mí estaba tan claro.

En el consulado no tardaron en averiguar la verdad, aun así fueron muy compresivos y amables conmigo.

—La única forma de sacar a la niña del país es mediante la adopción —me decía la psicóloga—, lo cual es un proceso lento y complicado. 

—¿Qué vas a hacer tú con una niña? —me decía mi padre—, si nunca has podido cuidar ni de una planta.

Era verdad. Siempre había sido muy independiente, nunca había querido tener ataduras, ni formar una familia.

—¡No lo entiendes! Esa niña me salvó la vida. Yo a ella y ella a mí. Hay un lazo de unión que nos liga para siempre —intentaba explicar a mi hermana mientras me imaginaba su rostro perplejo.

—Esos lazos nacen de la desesperación —me decía la psicóloga—, no puedes tomar una decisión tan importante en un arrebato de solidaridad. Ten en cuenta que la adopción significa mucho más que eso. Es algo mucho más profundo, tiene que ver con el deseo intenso de ser madre, un deseo que, por lo que dices, tú nunca has tenido.

Lo sabía, pero yo quería a esa niña, la quería más que a mi vida, y todos se empeñaban de decirme que lo que yo sentía era fruto de la tragedia que habíamos experimentado.

—¿Acaso no puedo ser una buena madre porque nunca antes he tenido ese instinto maternal tan común en las mujeres? —repetía a unos y a otros.

Hacía tiempo que estaba cansada de viajar, cansada de pasar noche tras noche en habitaciones de hotel. Quería establecerme. Mi jefe me había prometido que me daría un puesto para que dirigiera una sucursal de la agencia. “Ahora, con la niña, necesito papeles nuevos, tal vez no pueda regresar a Estados Unidos”, pensé.

—Si no tienes ingresos fijos y no la puedes cuidar, no dejarán que la adoptes, la adopción es algo muy serio —me decía mi madre.

—He ahorrado mucho dinero, tengo una vivienda de propiedad, no me preocupa perder el trabajo. Todavía soy joven, puedo hacer otras cosas.

Repetía lo mismo a todos, pero nadie parecía entenderme.
Aun así, después de un largo proceso, de papeleos y de problemas interminables, conseguí volver a España con mi hija.

Con el tiempo, regresé a Estados Unidos y conocí a un periodista muy impresionado por mi historia. Fue un flechazo y al poco nos casamos. Él tenía un hijo de una relación anterior así que ahora soy una mujer de familia: tengo un marido, dos hijos, un perro, dos gatos y un jardín. Mi familia en España sigue sorprendida, dicen que soy otra persona. De hecho, soy otra persona.

A veces, me despierto por la noche con un grito apagado. A veces, el olor a sangre y a quemado me inunda la mente. Entonces, me levanto de la cama y voy a la habitación de Luna, la miro unos instantes mientras duerme y la arropo, como cuando era pequeña.
A veces, es ella la que tiene pesadillas, entonces voy a su encuentro y la abrazo hasta que se queda dormida de nuevo. A veces, hablamos de lo ocurrido y lloramos juntas, pero luego el llanto se convierte en alegría porque, después de todo, podemos contarlo.

Fue un conflicto en el olvido que apenas tuvo repercusión en los medios de comunicación. Poco importó entonces y nadie lo recuerda ahora. Nosotras sí lo recordamos.

Mi marido me ha convencido para que lo ponga todo por escrito.

—Es una forma de alejar a los fantasmas del pasado.

Él también tiene sus propios fantasmas del pasado porque fue corresponsal de guerra y ha visto muchas cosas horribles.

—Escríbelo todo, luego mételo en una caja y guárdalo con llave —me dijo un día tras una de mis pesadillas— y cuando estés lista, abre la caja y grítalo a los cuatro vientos.

—Y si nunca estoy lista.

—Entonces, será Luna la que lo haga —dijo mientras me abrazaba.

Para mi hija, mi querida Luna, mi pequeña hada de frentecita arrugada.



   
         © Trinity P. Silver